Al fondo del paisaje, los camiones avanzan por la carretera en dirección al túnel submarino que cruza la Mancha. Sobre el puente pegado a la llamada Jungla de Calais, ese campo de refugiados donde cerca de 6.000 sirios, afganos, iraquíes, sudaneses y eritreos malviven desde hace meses, uno observa a un grupo de jóvenes que divisan el horizonte con indudable anhelo. Uno de ellos viste una sudadera roja con una sorprendente inscripción: Dismaland, el nombre del parque de atracciones que Banksy, el más misterioso y cotizado astro del street art, abrió el verano pasado en la costa británica.
Por los enfangados caminos que cruzan ese inmenso descampado, la prenda se cuenta por decenas, aunque quienes la lucen no tengan muy claro a qué responde ese nombre. “¿Es una empresa?”, preguntan dos jóvenes afganos que la llevan puesta. La explicación es sencilla: cuando Dismaland cerró sus puertas a finales de septiembre, Banksy decidió donar el material que sirvió para construirlo al campo de Calais, donde la madera que utilizó entonces ha servido para erigir cinco modestas cabañas para ocho familias distintas, casi todas ocupadas por mujeres sirias con niños pequeños. Fueron levantadas a mediados de octubre y coronadas por un letrero que jugaba con el nombre del parque: Dismal Aid (“terrible ayuda”).
En ese convoy, que acaba de regresar al Reino Unido, participaron 27 voluntarios. Sin embargo, al llegar a Dunquerque, el alcalde y la policía les negaron el permiso para construir las cabañas. “No quieren que la situación sea más cómoda para los refugiados. Tras reunirnos con ellos, nos dijeron que nunca obtendríamos el permiso”, recuerda McIntosh.
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