En la guerra siria, unas batallas se ganan con las balas, otras con el hambre. En los múltiples frentes estancos de
una guerra que dura ya casi un lustro, y que se ha cobrado más de 240.000 vidas, la estrategia consiste en sellar a cal y canto las ciudades para que el enemigo se rinda. Una técnica inaugurada en esta contienda por el Ejército sirio, y replicada por los insurrectos.
Las balas apenas rezuman ya en
el campo de refugiados palestinos de Yarmuk (fundado por descendientes de los desplazados por el nacimiento de Israel en 1948), a tres kilometros al sur de Damasco. Prueba del
impasse son las plantas de albahaca de metro y medio que florecen bajo el cuidado de los uniformados en el último control militar. En dos años, la línea del frente apenas se ha corrido 200 metros. “Queremos que los armados autóctonos del campo entreguen sus armas y expulsar a los terroristas de Daesh [acrónimo peyorativo en árabe para referirse al Estado Islamico] y Al Nusra [rama local de Al Qaeda] hacia el sur, fuera de la línea de Damasco”, dice Abu Qifah Ghazi, responsable del
Frente Popular para la Liberación de Palestina-Comando General (aliado del régimen sirio).
En el frente de la ciudad vieja de Alepo, se repite el mismo escenario de neones y teteras. Los asedios estrangulan a los combatientes y por ende a las poblaciones atrapadas. Tan solo algunos convoyes de ACNUR (la agencia de la ONU para los refugiados) y de la Media Luna Roja siria logran romper ocasionalmente el cerco para repartir ayuda humanitaria.
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