Hace solo 50 años, en Estados Unidos, los negros, ese era su nombre, no afroamericanos, eran linchados por fanáticos blancos. En los Estados del Sur,
el Ku Klux Klan quemaba sus propiedades y bombardeaba sus iglesias, y las cruces de esta organización racista ardían amenazantes por las noches; la segregación racial se practicaba en universidades y escuelas, en las estaciones de autobuses y trenes todavía había salas separadas para las dos razas, también estaban segregados los lavabos públicos. La abrumadora mayoría blanca, algo que también pertenece ya al pasado, mantenía a los negros como ciudadanos de segunda violentando los derechos humanos y la doctrina de la libertad sobre la que se había construido el país; la policía utilizaba la máxima brutalidad e incluso el crimen contra los negros; eran frecuentes las desapariciones de luchadores por los derechos civiles mientras hacían campaña por Estados sureños como Alabama y Misisipi, que luego aparecían torturados y asesinados, a manos de los mismos
sheriffs encargados de mantener el orden. Un negro había muerto desangrado en Alabama porque el conductor, blanco, de la ambulancia que acudió a la llamada se negó a recogerle.
Es importante recordar esta realidad para comprender lo que supuso
la Marcha sobre Washington que el 28 de agosto de 1963 movilizó a unas 200.000 o 300.000 personas, en su inmensa mayoría negros, que caminaron por el Mall de la capital federal, desde el obelisco erigido en recuerdo de Washington, el primer presidente del país, hasta el Memorial de
Lincoln, el presidente que acabó con la esclavitud, auténtica catedral civil de Estados Unidos. La minoría negra llevaba tiempo organizándose y saliendo a la calle dividida entre los que predicaban la vía pacífica de
Gandhi, para los que los agravios sufridos por los negros podían resolverse, sin violencia, dentro del sistema, y un sector extremista, no despreciable, que propugnaba utilizar la fuerza; estos últimos, capitaneados por
Malcolm X, arengaban a los jóvenes negros con la incendiaria consigna:
Burn, baby, burn. El verano de 1963, el año en el que Richard Burton y Elizabeth Taylor se enamoraron en el rodaje de
Cleopatra, los Beatles realizaron su primera gira por Estados Unidos y el general De Gaulle vetaba la candidatura de Reino Unido al Mercado Común, fue muy caliente y las ciudades estadounidenses comenzaron a arder en los primeros disturbios raciales. El escritor de color James Baldwin advertía en
The New Yorker: “El precio de la liberación de los blancos es la liberación de los negros”. Estados Unidos tenía 189 millones de habitantes, y el libro más vendido era
Las sandalias del pescador, de Morris West.