Fue la primera víctima del franquismo en declarar ante el Tribunal Supremo
Ha muerto sin lograr recuperar los restos de su madre 25 JUL 2014 - 21:47 CEST
María Martín, retratada ante la fosa de su madre para el documental "El silencio de los otros", de Almudena Carracedo y Robert Bahar. / ALMUDENA CARRACEDO
Fue la primera víctima del franquismo en declarar ante un tribunal. El escenario no era el que había imaginado, porque el juez al que había pedido ayuda era aquel día el acusado, pero el juicio contra Baltasar Garzón por su investigación de los crímenes de la Guerra Civil y la dictadura permitió a María Martín denunciar ante las togas del Supremo: “A mi madre la mataron en 1936 con 27 hombres y tres mujeres...”.
Era 1 de febrero de 2012. Tenía 81 años. Ha muerto esta semana, a los 83. Un problema de salud la hacía hablar en susurros con una voz ronca en la que cada palabra parecía un esfuerzo descomunal. Con esa voz angustiante, vestida de luto, resumió en 13 minutos aquel día ante el Supremo la triste historia de su vida.
Era la primera vez que les tenía delante, pero ya se había dirigido a los jueces por carta para explicarles por qué había acudido a la justicia: “Desde que mataron a su mujer hasta el 29 de marzo de 1977 en que murió, mi padre solicitó en Pedro Bernardo (Ávila) que le dejaran recoger los restos de mi madre, pero la única respuesta que recibió fue: ‘Tú te la llevarás al cementerio cuando las ranas críen pelo. No andes molestando no vayamos a hacer contigo lo que hicimos con ella’. Si fuera la madre de cualquiera de ustedes, habrían movido cielo y tierra para recoger los restos”, les escribió María. “Con todo mi dolor les envío un saludo de esta mujer que sigue esperando que las ranas críen pelo”, se despedía.
Tenía seis años, una hermana de 12 y otra de dos cuando fusilaron a su madre, Faustina. Antes de matarla, los falangistas le habían rapado la cabeza. “Todo menos un mechón en la coronilla que le ataron con un lazo rojo antes de hacerle pasear por el pueblo con un grupo de mujeres a las que habían hecho lo mismo”, recordaba. Su padre nunca se recuperó. María le siguió muchas veces hasta el lugar donde habían matado a su madre, y escondida, le veía llorar durante horas arrodillado en la tierra. “Agarraba un puñado de zarzas y tenía las manos tan duras de trabajar, que ni sangraba”, recordaba María. Su padre era segador. Su madre guisaba y limpiaba en casas de otros. “La mataron porque le pedían 1.000 pesetas, y no las tenía”, aseguraba su hija.
En el pueblo les hicieron la vida imposible. Había niños que la apedreaban cuando la veían pasar con su hermana y adultos que se divertían haciéndoles pasar un calvario que María se enorgullecía de haber logrado ocultarle a su padre, para que no sufriera más, y que describió por carta al juez Garzón muchos años después: “Nos llevaban atadas al cuartel de la Guardia Civil para obligarnos a comer aceite de ricino con guindillas. Un litro y 20 guindillas para las mujeres embarazadas y sin embarazar y para los niños como mi hermana, de 12 años y yo, de seis, medio litro y diez guindillas. Y yo me preguntaba: ‘¿Dónde está Dios?’ Porque este desaguisado lo hacían personas buenas de comunión diaria...”.
Al volver a su casa en La Ventura (Toledo) tras declarar aquel 1 de febrero de 2012 ante el Supremo, preguntaba: “¿Qué quieren? ¿Qué esperemos 75 años más?”. María, que decía que hubiera desenterrado a su madre de la fosa común “con las uñas” si hubiera podido, ha muerto esperando, sin haber logrado cumplir el encargo que su padre le había hecho antes de morir: intentar recuperar los restos de Faustina para enterrarles juntos. Pero hasta el último día estuvo peleando, pidiendo ayuda, y ni los años, ni los problemas de salud, ni los desengaños, lograron nunca que esta mujer menuda que siempre parecía exhausta se acomodara en la resignación
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