“En este país necesitas un hombre”, resume Vega Gutiérrez, una de las ingenieras españolas que trabaja en la construcción del metro de Riad. “Este país” es Arabia Saudí, donde las mujeres tienen prohibido conducir, no pueden estudiar, viajar o someterse a una intervención para su anfitrión.
Tampoco les pilló de sorpresa. Sabían que venían al país más conservador y misógino de Oriente Próximo. Intuían que las condiciones serían difíciles, pero pesó la oportunidad profesional. “Es un proyecto muy ambicioso, y en España en estos momentos no hay mucha obra civil”, coinciden.
Más complicado resulta dar órdenes o reprender a alguien cuando su trabajo no está a la altura. “Hay una parte cultural”, concede Álvarez. Esta viguesa, que llegó hace 10 meses desde Panamá, ya había notado allí la necesidad de tener más delicadeza para hacer las críticas. “Los españoles somos muy directos y eso se malinterpreta”, afirma. “Cuando vine, no podía salir a la obra, pero en mi trabajo si no veo…”, recuerda Tapia, la topógrafa. “No me pongo físicamente detrás de la máquina [el teodolito o estación total, con el que se hacen las mediciones], aunque de vez en cuando bajo a la tuneladora a echar un vistazo con discreción”, confía antes de recordar divertida que el primer día rompió la abaya porque se enganchó.
Miles de personas, en su mayoría afganos, sirios y africanos cruzan a diario desde Grecia hacia Macedonia para seguir en los Balcanes rumbo al norte de Europa. Pero la mayoría son devueltos por la policía fronteriza macedonia. En la imagen, médica sin el permiso del varón que tenga su tutela, y deben ocultar sus cuerpos bajo unas túnicas negras llamadas abayas. Pero ni esas restricciones, ni la mala imagen del Reino del Desierto, han desanimado a estas pioneras ante un reto profesional tan importante para ellas como un grupo de sirios anda al atardecer hacia la frontera entre los dos países, en la provincia de Kilkis, el pasado 14 de mayo.
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